“…el amor es fuerte como la muerte”
(Cant. 8:6)
Las rosas estuvieron siempre vinculadas a la mujer y a la belleza, pero además profundamente a la vida y a la muerte. A la relación intensa que las vincula en el entrelazamiento del eros y el tánatos.
Se dice que la primera rosa blanca surgió cuando Venus nació de las aguas. Y la primera rosa roja aparece al teñirse la anterior de sangre, cuando sus espinas hieren a la misma diosa en su carrera vana por socorrer al querido Adonis en trance de muerte.
Pero la naturaleza que de ese modo se transfigura es también la humana. Así lo intuye y propone Carmen Reátegui en sucesivas interpretaciones pictóricas de los ciclos de la rosa. Ya en 2009 exhibió no doce sino trece de ellas, todas blancas, en los momentos distintos de un ciclo alusivo al calendario lunar y menstrual. En cambio las doce flores que ahora expone son intensamente rojas, por momentos casi negras.
La vitalidad se torna pasión agónica, revelando el lado oscuro de nuestras pulsiones encontradas. Un eros tanático donde el dolor es otro camino al éxtasis. Como en el oficio de la pintura, agotador y duro pero placentero. Hay una insinuación obsesa en la disciplina hedónica con que estos pétalos se pintan sobre la tela como el maquillaje sobre el cuerpo. Una torsión de sensaciones opuestas que nos perturban desde los pliegues y transparencias de la mediación plástica.
Formas inquietantes de sugerencias ya presentes en la secuencia blanca anterior, y ahora enturbiadas por los renovados bríos pictóricos con que el rojo asume acá la primacía. Estas rosas fuertes, sexuales y oscuras, son también los retratos de las príncipes negros cultivados por la pintora en su propio hogar. El rosedal de la Hacienda Santa Rosa (precisamente), convertido por Reátegui en una instalación mutable pero eterna al ubicar en el vórtice de las flores y las espinas una delicada cama blanca de una sola plaza: su lecho de adolescente. Donde adolecía y despertaba a sus primeros deseos.
Una bandera peruana y personal, alegórica de virginidades místicas y carnales.
Susana Torres