Artista Visual

También la muerte es devenir

nada te turbe,
nada te espante,
todo se acaba,
Dios no se muda

Santa Teresa de Jesús

Dos grandes torrentes en el caudal icónico de las artes peruanas en las últimas décadas. La violencia, la religión. Y entre ambos, como capilaridad a veces oculta, a veces eruptiva, una sexualización profunda. Erótica y tanática.

No hay en todo ello contradicción alguna sino revelación paradójica. Y un constante intercambio de fluidos, sanguíneos tanto como seminales. Dos décadas de guerra civil y dictadura nos han hecho a los peruanos finalmente, dolorosamente, contemporáneos de nosotros mismos, como prefiguraba Mirko Lauer ya en 1991. Un mestizaje nuevo que devuelve nuestras existencias a las emociones primordiales: desde ciertas perspectivas, es también un drama personal y cósmico el que se insinúa tras el (melo)drama histórico. La agonía del cuerpo vivo del planeta, nuestra propia fragilidad corporal.

Pero agonía no es muerte, sino lucha a muerte con la muerte. Así lo ha entrevisto Carmen Reátegui. Tras la discreción pública de su proceso artístico asoma una compleja reflexión política en términos siempre existenciales, casi siempre espirituales. Contémplese la actualidad perpetua de ese gigantesco árbol asesinado que hacia el año 2001 ella invierte como un cáliz elevando el clamor de su dignidad dolida a los cielos. Y ahora el silencio esotérico de la gran urna dispuesta para apenas unos pétalos. Blancos. Sinécdoque precisa del féretro de cristal que protege y exalta la impresionante interpretación marmórea del tránsito de Santa Rosa frente a su tumba en el templo de Santo Domingo.

Esa obra magnífica fue realizada en 1669 por Melchiore Caffá, a quien se lo suele asociar con las reverberaciones barrocas de Gian Lorenzo Bernini. Y hay un vínculo cierto –también una diferencia– entre el éxtasis preorgásmico de Santa Teresa de Jesús, a punto de ser divinamente atravesada por la lanza angélica, y la languidez póstuma de nuestra santa patrona, acompañada por las caricias últimas del serafín.

En la intensidad de este tránsito otro se ubica el discurrir de las pinturas reunidas por Carmen como una instalación envolvente que nos confronta con los interiores erógenos de trece (no doce) momentos en el ciclo vital de la rosa (precisamente). Desde el botón lozano hasta el pétalo marchito, la corola se exhibe impúdica, “mustia en su hermosura, pero más humana, menos flor”, al propio decir de la artífice. Imágenes progresivas de fecundidad y menopausia que reafirman paradójicamente la vida, la pasión misma, incluso en el registro aparente de su opacamiento.

Acaso ésa sea la distancia crucial con la exhuberancia celebratoria en las floraciones genitales de Georgia O’Keefe. Hay en los develamientos de Reátegui un elemento de vanitas y de memento mori que es además una intuición del vínculo entre la experiencia mística y la sensual. Ese impulso hacia la religión que deriva también de la pulsión sexual.

De allí la asociación bíblica buscada en el exabrupto erótico del Cantar de los cantares. Y la asociación orgánica con la vulva como vórtice encarnado de la naturaleza toda. El origen del Mundo. (Courbet. Y Lacan). Y del Tiempo: el orden numérico de esta exposición alude no al estable calendario solar y fálico (intihuatana) sino al mudable calendario lunar y femeni no (paqarina). Una deriva astral asociada a los flujos más vastos y más íntimos. Oceánicos y menstruales.

Mareas de la tierra y del cuerpo. Una mutación permanente que sin embargo equilibra y sostiene. Incluso en sus manifestaciones extremas. Y sacras: es desde el ciclo lunar que aún hoy se actualiza la Pasión crística. La Pascua de Resurrección.

En su caída la flor derrama la semilla. Y “es fuerte el amor como la muerte” (Cant. 8:6).

También la muerte es devenir.

Gustavo Buntinx