A tree is a tree but it is
all the trees
Ida Vitale
Por Victor Vich
Al sur de la ciudad de Lima, en la urbanización llamada “los cedros de Villa” ya casi no quedan cedros y su principal avenida es hoy un terral lleno de desmonte. Sin embargo, no fue así en las décadas pasadas. Muchos vecinos dan testimonio de un espléndido camino, construido a la sombra de muchos árboles (cedros y eucaliptos) cuyo despliegue terminaba poco antes del mar.
“Te lo voy a contar como una anécdota de vida”, me dijo Carmen Reátegui cuando la entrevisté en su propia casa a pocas cuadras de ahí. “Lo que sucedió en esta avenida fue un exterminio, una matanza del árboles” recordé lo que había oído en otra entrevista. El responsable de tal hecho fue el entonces alcalde de Chorrillos, Pablo Gutiérrez quien comenzó su gestión en 1979 y quien fue reelecto hasta en cuatro periodos ediles.
Este alcalde se hizo muy popular por muchos actos performativos (si a inicios de los ochentas quiso derrumbar la pared del club Regatas Lima, luego, una década después fue el candidato oficial del fujimorismo) pero, sobre todo, porque en 1984 dinamitó las partes bajas del “morro solar” para intentar construir una carretera que conectara al distrito con la playa “La chira”. A efectos de los derrumbes ocasionados por el conjunto de explosiones, el mar comenzó a romper contra el litoral de una nueva forma y así la bellísima playa de “La Herradura” terminó sin arena y los tablistas, indignados, se quedaron sin una de las mejores olas de la ciudad. Por si fuera poco, el proyecto de dicha carretera quedó abandonado y nunca pudo construirse.
A finales de los años noventa. Carmen y su familia decidieron mudarse a la zona de Villa. Compraron un terreno y comenzaron a construir una casa. Entre las idas y venidas a dicho lugar, Carmen observó que una tala indiscriminada se estaba produciendo en una avenida. Bajo la supuesta necesidad de anchar los carriles, el mencionado alcalde no tuvo compasión con ese gran grupo de árboles que, según los entendidos, podrían haber estado ahí más de 150 años. Ese día, como quien llega a un lugar luego de la guerra, Carmen se detuvo a contemplar, con horror, los cadáveres por los suelos. “La modernidad es otra forma de barbarie”, me dijo. “Este hecho me confrontó con algo irreparable”, me dijo también. Crispada, y con cólera ante lo sucedido, observó los muñones amputados y muchos troncos por los suelos, pero uno de ellos capturó toda su atención. Era un tronco grande, inmenso, cuya forma la impactó profundamente. Carmen no solo se sintió profundamente atraída por ese resto, sino que además se sintió políticamente responsable; se convenció de que algo tenía que hacer.
Entonces, apareció una idea y no lo dudó un instante. Contrató una grúa y con la ayuda de siete personas recogió el viejo tronco del eucalipto y se lo llevó al terreno donde estaba construyendo su casa. Fue muy difícil trasladarlo y encontrarle un lugar adecuado. Al final de la tarde, cuando ya todos se habían ido y Carmen estaba en estricta soledad, volvió a mirar tronco amputado y sintió nuevamente su impacto estético o político, si se quiere: “¿Qué he hecho?”, se preguntó a sí misma; “¿Qué voy a hacer contigo?”, le preguntó al árbol.
Sabemos que el arte es un discurso que produce representaciones y que por lo general estas hacen ver algo que se encuentra invisibilizado a razón de inercias cotidianas, defensas personales o intereses políticos. El arte no es un simulacro sino una forma que se esfuerza por atestiguar alguna verdad, un sentido distinto de la historia personal o colectiva. Esta era una historia sobre un árbol en la que no se sabía quién lo había sembrado, pero sí quién lo arrancó casi criminalmente de su lugar. Era una historia que permitía visibilizar la ansiedad descontrolada de una modernización pésimamente entendida. Carmen se había formando como artista en la Escuela Nacional de Bellas Artes y conocía bien muchas de las nuevas estrategias del arte contemporáneo. Sabía, por ejemplo, que el arte podía construir tanto un objeto como una nueva mirada; sabía que ese tronco podía producir algún tipo de posibilidad escópica. Entonces, con muchísima pasión comenzó a trabajar en ello.
La primera instalación pública del árbol se produjo en la plaza central del distrito de Surco nada menos que el viernes santo del año 2001. Carmen pensó muy bien el conjunto de resonancias que el árbol podía activar ese día. Como Cristo, ese árbol estaba injustamente muerto y si algo pasaba (en la tierra o en los cielos) podía comenzar a resucitar y adquirir un carácter heroico. “El día que lo encontré, lo lave como quien recoge un herido”, me había dicho también.
Carmen recurrió a su tradición familiar para diseñar su propuesta. Su abuelo, Pedro Rosselló, fue un emigrante mallorquí que llegó a Lima para poner un negocio de mármoles. Dicha empresa existe todavía y gracias a ello pudo conseguir un buen pedazo de mármol travertino de los andes peruanos. Talló entonces algo muy clásico, una base simple, cuya forma no compitiera con el tronco muerto el cual decidió colocarlo de cabeza pues, en efecto, así se subrayaba cómo las raíces habían quedado sin tierra. A fin de involucrar a la población, Carmen opto por trabajar con detentes Como se sabe, los detentes son ese tipo de escapularios que, siglos atrás, sirvieron para proteger el corazón de los guerreros y que hoy atestiguan el poder de un objeto sagrado.
Ese día, por la mañana, Carmen llevó el árbol a la plaza central de Santiago de Surco, colocó algunos detentes en el mismo y puso otros a disposición de los asistentes. Muy pronto, la gente se fue acercando y fue colocando otros más como ofrendas o como marcas de peticiones diversas. Muchos de los transeúntes comenzaron a acercarse con respeto, casi con devoción. “Lo que estoy viendo es a Cristo crucificado”, dijo una persona. Otras optaron por persignarse de la misma manera en que lo hacen cuando ingresan a una iglesia o cuando se colocan para rezar frente a la imagen de un santo. Poco a poco, el tronco de árbol fue vistiéndose hasta que su presencia se confundió con las procesiones de la Virgen dolorosa y del Cristo muerto que pasaron por su costado.
Ese día, Carmen había contratado una pequeña empresa de grabación audiovisual y por la noche calculó que podría tener alrededor de ocho horas registradas. Lamentablemente solo pudo recuperar unos pocos minutos, pues el dueño de dicha empresa quedó horrorizado con tal idolatría y borró buena parte de la grabación. Carmen me contó que la mayoría del material fílmico desapareció casi de manera similar al holocausto producido con los árboles en la calle. Ello, sin embargo, no consiguió desanimarla. Ella estaba convencida que de que esta intervención era tan contundente, tan hermosa, que comenzó a pensar en un nuevo lugar, en una especie de segunda estación. Esta vez, sin embargo, sería ella misma la que comandaría la grabación.
La segunda presentación pública del árbol se realizó gracias al apoyo del Centro Cultural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos el día de Santa Rosa de Lima. Esta vez, no fueron detentes lo objetos elegidos, sino rosas rosadas: la imagen más característica del culto a la santa limeña. Ese día, ahí, en el parque universitario, el árbol se transfiguró casi en la imagen de un santo y activó un ritual donde la muerte y la resurrección dejaron de ser opuestos y convivieron simultáneamente. El público sintió que los momentos de duelo pueden ser también los momentos heroicos.
La última estación se produjo en el cementerio de Villa María del Triunfo, nada menos que el día de los muertos, el 30 de noviembre del 2002. Carmen colocó el árbol a la entrada del cementerio y muchísimas personas (se trata del camposanto más concurrido en la ciudad) pudieron acercarse ese día. Los objetos elegidos para homenajearlo fueron esta vez rosas blancas la cuales se propusieron nuevamente dignificar su cuerpo mutilado y darle nueva vida a ese tronco viejo al que la política había convertido en desperdicio.
Por la mañana, mientras Carmen documentaba lo que iba sucediendo, una mujer le peguntó sin malicia: “¿Turista?”, “No, soy artista; he venido a rendirle homenaje a un árbol desterrado”, le respondió amigablemente. Ambas, se quedaron conversando y minutos después dicha mujer se acercó al árbol y dejó también una rosa sobre su tronco. Lo cierto es que los significados y las interpretaciones comenzaron a multiplicarse: “parece un cáliz invertido”, dijeron unos. “Es como la victoria de Samotracia”, sentenciaron otros. “Yo lo veo como un kero ceremonial andino” opinó alguien más.
Al final del día, Carmen estaba contenta y se dio cuenta de que él árbol se integraba adecuadamente en el lugar y entonces pensó que quizá sería bueno dejarlo ahí, vale decir, convertir el cementerio en su última morada. Entonces, hizo las coordinaciones respectivas y consiguió los permisos municipales pero una semana después, Carmen encontró al árbol sin cuidado, rodeado de una pequeña instalación con los colores que el alcalde de entonces había utilizado en su campaña electoral. Se indigno mucho y decidió sacarlo y llevárselo nuevamente a su casa. Hoy es ese el lugar donde se encuentra y ahí lo vi yo, asombrado, hace muy poco: solemne, majestuoso, perturbadoramente sublime.
Regresemos a la teoría recordando que el crítico Nelson Goodman propuso hace un buen tiempo cambiar la pregunta “¿Qué es el arte?” por “¿Cuándo hay arte?”. De hecho, luego de todos los cambios estéticos ocurridos a lo largo del siglo XX, vale decir, luego de la intensa experimentación ocurrida con todos los materiales posibles, el arte, en efecto, ya no puede ser definido solo por sus características intrínsecas, sino además por la forma en la que un objeto, cualquiera, puede comenzar a funcionar de una manera distinta. En efecto, bajo el aura del arte, un objeto se vuelve otra cosa y puede comenzar a significar mucho más allá de sí mismo.
Ante una sociedad que instrumentaliza todo lo que encuentra a su paso y todo lo somete todo al principio de rentabilidad, buena parte del arte contemporáneo ha optado por introducirse en la vida cotidiana fin de transformar el espacio público y activar la emergencia de nuevos vínculos humanos. Hoy muchos artistas saben que los objetos pueden “transfigurarse” y cambiar la forma en la que son mirados. De hecho, esta intervención suspende nuestra mirada habitual y nos hace conscientes de la relación que tenemos con la naturaleza. Podemos decir que este tronco, “investido con los mantos sombríos de lo sublime” (Escobar: 2015, 86) despliega, por un lado, la huella de su antigua plenitud, pero, por otro, da cuenta del tipo de violencia que la cultura necesita para autoafirmarse en el mundo. Podría decirse que este árbol refiere tanto a intensidad del mundo natural como a la barbarie humana.
Gustavo Buntinx (2008) ha venido subrayando cómo los traumas de la historia reciente se han vuelto motivos de procesamiento y simbolización artística. Una buena parte del arte contemporáneo intenta producir recomposiciones simbólicas en el contexto de un país que siempre opta por desentenderse de lo sucedido y que hoy vive obsesionado con “modernizarse” sin importarle su sostenibilidad en el futuro. Lo cierto, sin embargo, es que el presente en el Perú está lleno de fantasmas, de duelos inconclusos, de los escombros de algo que nunca funciona.
Desde ahí, podemos decir que este árbol no parece ser solo un árbol; es también el signo de toda una maquinaria extractiva que en el Perú se desarrolla sin marcos normativos adecuados. Digámoslo de otra manera: esta intervención representa un hecho ocurrido en un distrito limeño, pero su alcance simbólico es mucho mayor si consideramos que la tala ilegal en los bosques es uno de los más graves problemas medioambientales por enorme por la cantidad de mafias existentes, por los muchos muertos que ya pueden contarse y por la pasividad de los gobiernos de turno. Aunque ya existe un decreto que declara de interés nacional la lucha contra ella, lo cierto es que, salvo raras y aisladas excepciones, sigue sin existir una decidida voluntad política para afrontar el problema con decisión y coraje.
La importancia de intentar restaurar el aura en el arte contemporáneo viene siendo reclamada por un notable crítico como Ticio Escobar. El aura es la distancia que hace radiante a un objeto especial. Carmen sostiene que lo suyo es un arte de “reparación”, un proyecto que utiliza esa historia sobre la matanza de árboles para, a través del testimonio de uno de ellos, entrar en contacto con una dimensión nueva de la vida colectiva. De hecho, el tronco de este árbol es una presencia extremadamente material, pero hay algo en su imagen puesta en el pedestal que nos lleva a otro lado, hacia una especie de “secularización del aura” que parecería ser de vital importancia para la vida futura (2015, 70).
Detengámonos en la estrategia formal de esta intervención. La artista recupera un objeto socialmente violentado. Básicamente, su acto consiste en producir un nuevo encuadre. Coloca el tronco del árbol en un pedestal y lo hace dialogar con la gente en distintos espacios públicos. Es el pedestal el aura que activa una nueva manera de mirar el tronco, una forma distinta de hacerlo visible. Teoricemos más: la artista escinde al objeto en dos. El árbol aparece como dividido entre su identidad original y su apariencia actual, vale decir, entre la violencia antigua y el ritual nuevo, entre su pasada conversión en desperdicio y su recuperación y fuga hacia otro lugar.
En suma, este proyecto de Carmen Reátegui se vuelve entonces un poco más claro: surge de la necesidad de restaurar el aura como una estrategia para revelar una verdad política situada en las ruinas del presente. Esta intervención funciona como un testimonio de la barbarie, pero también se revela como un ritual de sanación. Es una crítica a un mundo desencantado, pero intenta también recuperar la noción de lo sagrado. El aura no sirve aquí para elitizar el arte sino, curiosamente, para promover una nueva comunicación entre las personas. Hoy, en efecto, es el propio arte el que trata de “entrar” y “salir” del mismo arte como “una lógica no de liquidación, sino de transfusión hacia el agónico cuerpo social” (Buntinx: 2008, 34).
En la literatura peruana, específicamente, en la novela titulada “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, hay un pasaje que captura muy bien la densidad de un árbol. Es un pasaje largo donde Arguedas cuenta distintos hechos de su estadía en Arequipa y de su impresión al entrar en contacto con un imponente Pino situado en el patio de la entonces casa de Reisser y Curioni. Arguedas cuenta que un día se acercó a él y oyó algo que no había oído en otra parte. Ese pino lo recibió con benevolencia y ternura y que derramó sobre su cabeza toda su sombra y su música. El pasaje acaba de la siguiente manera:
Yo le hablé a ese gigante. Y puedo asegurar que escuchó y guardó en sus muñones y fibras, en la goma semitransparente que brota de sus cortaduras y se derrama, sin cesar, sin distanciarse casi nada de los muñones, allí guardó mi confidencia, las relevantes íntimas palabras con que le saludé y le dije cuán feliz y preocupado estaba, cuán sorprendido de encontrarlo allí. Pero no le pedí que me transmitiera sus fuerzas, el poder que se siente al mirar su tronco desde cerca. No se lo pedí. Porque cuando llegué a él, yo estaba lleno de energía, y ahora abatidísimo; sin poder escribir la parte más intrincada de mi novelita. Quizá por eso lo recuerdo, ahora que estoy escribiendo nuevamente un diario, con la esperanza del salir del inesperado pozo en que he caído (Arguedas: 1988, 145).
Lejos de cualquier determinismo decimonónico, Arguedas sabía bien que sin un contacto con la materialidad de la naturaleza, la cultura se debilita y se empobrece. En este pasaje, la cultura solo puede sostenerse gracias a la presencia de un árbol que también se transfigura en otra cosa. El árbol es aquí la sangre misma de la tierra que activa la producción de la cultura. Probablemente, Carmen sintió eso mismo que décadas antes había sentido también el propio José María Arguedas. Ella me contó que ese árbol, era también un NN, un desaparecido como tantos aquellos de la época de la violencia.
Esta intervención tuvo entonces como interés mostrar un imaginario de pérdida y de ausencia. Intentó producir una poderosa crítica hacia el presente. ¿Dónde nos encontramos hoy como sociedad? ¿Qué es lo que debemos proteger? Ese resto del árbol nos confronta con el anónimo lugar de los perdedores. Sus pliegues politizan la realidad y convocan hacia una nueva ética que no es otra cosa que una nueva mirada.
Lamentablemente, el Perú es un país que nunca acepta sus errores y que opta por convivir cínicamente con ellos. Hoy vivimos al interior de una imparable justificación del progreso que se entiende como la negativa a ponerle límites al capital. El arte, sin embargo, es un discurso que siempre convoca a una verdad. Por eso, esta intervención no se sustrajo de los retos que la historia propone y optó por activar una experiencia estética para mostrar la naturaleza como saqueo y como despojo, como lo que como comunidad seguimos perdiendo. En su inquietante silencio, este árbol no tiene miedo de mostrarle al país el resto que queda de su pequeña historia: su solitaria -pero intensamente terca- resonancia política.
Bibliografía
Buntinx, Gustavo. “También la ilusión es poder”. En: Perú, el arte de vivir. Josefina Barrón, editora. Lima. BIF, 2008.
Escobar, Ticio. Imagen e intemperie. Las tribulaciones del arte en los tiempos del mercado total. Buenos Aires: capital intelectual, 2015.
Goodman, Nelson.
Jimenez, Marc. La querella del arte contemporáneo. Buenos Aires: Amorrortu, 2010.
Rancière, Jacques. Figuras de la historia. Buenos Aires: Eterna cadencia, 2012.
¡Qué tiempos estos en los que hablar de árboles es casi un crimen, porque significa callar ante tantas fechorías!
Bertold Brecht.