I
Aquel azulejo roto golpea la mirada como una esquirla de
nuestra historia hecha pedazos. Un fragmento decorativo de
memorias quebradas, un trozo de suelo precariamente
expuesto en vertical sobre la pared incierta del heroico y
paupérrimo museo de Punchauca: esa estructura precaria de
esteras y maderas viejas, erigida a pulso sobre el baldío de
la nueva barriada que empieza a insinuarse entre los campos
otrora magníficos.
A decenas de metros impresiona aún la ruina terminal de
una casa-hacienda dos veces visitada por la historia. Durante
el siglo XIX fue en esos salones que el libertador San Martín
y el virrey La Serna discutieron sin éxito una alternativa
pacífica para la independencia del Perú. Ciento cincuenta
años después fracasó también allí una reforma agraria que
fractura la cultura señorial sin muchas veces articular otra
alternativa que el caos, el saqueo, el abandono.
Es, increíblemente, el esfuerzo personal de dos maestros de
escuela pública el que crea y mantiene a ese museo insólito
como una acumulación desconcertante de objetos
dispersos. Entre ellos sobreviven mínimos restos salvados de
la destrucción sistemática de la gran residencia,
desmantelada por una pulsión vandálica que intenta
disimularse tras el argumento inverosímil de impedir el
retorno del patrón.
Ese quiebre con la historia deja a los campesinos envueltos
en la miseria sin linderos de una ciudad metastásica que
envuelve y devora a la campiña y a sus habitantes –
radicalmente empobrecidos por su desvinculación creciente
de la naturaleza y de la memoria. Hoy casi lo único que del
antiguo régimen preserva el museo son varias monedas de
uso interno en una hacienda que por largos momentos
también quiso ser feudal. Y el solitario azulejo que con
su ornamento hiere nuestra retina y nuestro recuerdo.
II
“El ornamento es crimen”, proclamaba desde Viena el
arquitecto Adolf Loos en 1908. Eran los delirios iniciales de
un antiesteticismo de profunda raigambre moralista que
echaba así los cimientos dogmáticos del luego llamado
International Style. Un puritanismo casi, donde el
reconocimiento explícito de la tensión erótica tras cualquier
gesto artístico va acompañado del despojo de toda
ornamentación en la vida misma –y en sus
utensilios y en sus viviendas.
Y en sus pieles: resulta sintomático que para Loos el tatuaje
sirva como demostración ejemplar de degeneración y
barbarie. El cuerpo blasonado estigmatiza con su marca
sexual la sensorialidad contenida en la ornamentación
arquitectónica. La referencia inmediata para ese texto
fundador era el refinado desborde libidinal de lo que en
otras partes se conocería como Art Nouveau, pero sus
alcances abarcan toda la tradición finisecular de las artes
llamadas decorativas.
Entre esas prácticas denunciadas destaca la artesanía semi-
industrial del azulejo, que encontró en las Islas Baleares un
desarrollo singular. Y en la casa Rosselló uno de sus
principales cultores. El traslado a Lima de esa tradición y
familia hacia 1870 les permitió una supervivencia y un
desarrollo distintos, articulando entre nosotros el lujo
aristocrático con el nuevo gusto burgués al que acceden
incluso ciertas clases medias. El resultado ecléctico derrota
sin combatirlo a un modernismo que en el Perú nunca
termina de asentarse.
III
Es también esa excepción cultural la que se quiebra tras las
reformas de la década de 1970 –y con ella las manufacturas
que la expresan. Pero la recuperación pictórica ensayada
ahora por Carmen Reátegui Rosselló se ubica en un registro
más estrictamente sensible. Es un vínculo de
memoria y de sangre el que la relaciona con esas geometrías delectuosas,
delictivas, cargando de sentidos íntimos y propios su
abstracción aparente.
Tal vez la pieza decisiva del conjunto sea aquélla que
humecta la pura forma arquitectónica con la tintura informe
de rojos menstruales. La fecundidad que así se interrumpe y
se renueva, sin embargo, respira un aire religioso que es
social al mismo tiempo. La simetría en el diseño de los
mosaicos organiza y recompone un caos, dice Reátegui.
Poner el piso en la pared, llevar al cuadro esos suelos, es
también elevar la memoria personal a la amplia historia y a
otros cielos. Entre los laberintos ornamentales de estas
baldosas se insinúa la inscripción oculta de un mantra o
algún mandala. Y una respuesta alegórica a las tragedias de
nuestra comunidad trunca. Como en otras obras de la propia
artista. Como en el azulejo roto del museo de Punchauca.
Gustavo Buntinx