Artista Visual

No de bronce

Apuntes sobre el arte demorado de Carmen Reátegui
Gustavo Buntinx

Desde principios del milenio el Perú vive los efectos diversos de una revolución capitalista. Y varias subrrevoluciones que le son anexas, aunque a veces de manera oblicua o incluso contradictoria. En lo que al arte se refiere, la hipermercantilización de la escena es su manifestación más explícita, con ferias y subastas administradas hasta por los propios museos. Pero ese mismo horizonte le es propicio a perturbaciones de al menos algunas jerarquías habituales. Muy en
particular, las de aquello que se solía categorizar como genero. Con algunas variantes de edad que empiezan a insinuarse históricas. En esa distinción figuras como las de Carmen Reátegui se nos revelan marcantes.

En una realización paradójica de cierta agenda feminista, el establishment plástico limeño ostenta hoy la preponderancia creciente de mujeres en todos los ámbitos del quehacer artístico. Incluyendo algunos de los de mayor peso y poder: institucional, comercial, productivo. En el
repertorio de renovaciones que ello implica, sin embargo, un matiz crucial de diferencia ––de disidencia–– lo proporciona la juventud distinta de la obra generada por media docena de artífices que irrumpe en la escena sólo tras culminar por lo menos cuarenta años de su propio ciclo personal.

Esa experiencia de vida ––de historia realmente vivida–– distancia a estas subversivas insólitas de las ideologizaciones en boga, de cualquier inmediatismo o retórica. La morosidad de sus existencias, entregadas primero a los compromisos existenciales (familia, afectos, trabajo, responsabilidades) les permite ahora desviar esa experiencia hacia densidades de tan radical urgencia como la ecología, la antropología, incluso la teología.

Demorar la vida puede ser también encontrarle nueva morada. Habitarla otra vez. Y al mismo tiempo deshabituarla, recuperarla en imágenes y rituales perdidos. Una ilusión quizá póstuma en estos momentos acaso terminales para la condición humana. Sin embargo fulgente aún en las derivas creativas de algunas de estas artífices.

Las de Carmen Reátegui, por ejemplo, entregadas a la contemplación, o incluso la activación, de los ciclos regeneradores de la existencia. Artísticamente despertados. Y capturados a veces por la imagen secuencial. Pictórica y escultórica y fotográfica. O performática.

Y vivencial: un tiempo detenido por la mirada envolvente que nos lo revela en su direccionalidad oculta. El retorno al Origen.

Un retorno complejo al portentoso sincretismo de tradiciones arcaicas que sirve de sedimento para esa construcción moderna aún llamada Occidente. Una categoría que agoniza en su centralidad europea pero pugna por regenerarse en la promiscuidad de nuestros márgenes.

Nuestras fronteras mestizas y transfigurantes. Como en la cordillera de maíces tallados por Carmen para desnudar la sexualidad polimorfa de Jesús: vientre y falo al mismo tiempo. Óvulo receptor y semilla penetrante. La Virgen Crística. Y la Pachamama.

La carnalidad telúrica de lo divino, aquí vislumbrada en la aparición de una Verónica menstruante. O en el inquietante sarcófago de acero y cristal erigido para contener apenas un lecho de rosas blancas, insinuando en la abstracción fugaz de esos pétalos el cuerpo ausente de Santa Rosa.

O en la papa que refulge desde su cobertura de pan de oro (no de bronce). Que será pulverizado por la putrefacción vivificante del tubérculo. Esa materia viscosa final es quizá una reconciliación de natura y cultura. Y una respuesta desplazada a las incitaciones alquímicas de Víctor Grippo. Prima materia, piedra filosofal, anima mundi.

El resplandor de lo Simbólico que, para iluminarnos, se desintegra en lo Real más basto. También en el sentido lacaniano de esos términos. La metamorfosis orgánica de estas obras cataliza la transmutación sígnica de sus sentidos. Incluso místicos.

El Sentido nodal que vincula la diversidad de estas obras es el de la Ofrenda. El pan compartido con el numen que lo inspira. Que es la evocación de nuestra comunidad perdida. La eucaristía social implícita en rituales como los generados por Carmen en su causa popular.

O en sus círculos votivos. Otra vez, la mirada envolvente. La mirada (a)morosa: estamos hechos de tiempo y para transformarnos debemos recuperar su densidad, su lentitud esencial. Sólo la pausa será revolucionaria.

La revolución áurea ( no de bronce ): en la astrología lunar de Carmen este sol femenino eclipsa cualquier insinuación de Marte. Y sus connotaciones marciales, guerreras, tan hegemónicas en nuestra desdichada era. Y en un sistema artístico cada vez más nentregado a las pulsiones
tanáticas.

En ese línea de fuego se ubican estas obras. Y desde allí dan paradójica batalla ––de antemano perdida–– contra el goce sádico que hoy permea la escena cultural, con sus intervenciones degradadantes sobre cuerpos y vidas. Existencias de(s)preciadas. O prostituidas. A veces hasta asesinadas (en el caso de algunos animales, pero ya el turno le tocará a uno que otro ser humano). Todo con el pretexto perverso de exponer o criticar lo que en realidad se reproduce y glorifica.

Ante un Sistema seducido por la exaltación de lo vil, Carmen nos devuelve, casi ingenuamente, a un arte que cuida, sana, repara. Demora: da otra vez morada y cabida en el mundo. En el Gran Desorden que nos enajena con la beligerancia consumista de sus prisas hedónicas.

Hay, es cierto, algún detalle de lujo en algunos estos despliegues, que sin embargo son un retorno a lo espiritual y lo austero. Pero la tensión así lograda es acaso mítica: remite a El Dorado, a la Edad de Oro (no de Bronce). Y a la cópula de la barreta áurea de Manco Cápac con la Tierra que en el Qosqo (Cuzco) se le ofrece abierta para revelarse como el Ombligo del mundo ancestral.

Por reconstruir: es, finalmente, una añoranza prospectiva la que nutre la obra de Carmen. Y desde allí nos irradia. Y nos eleva.

Las Moradas (Santa Teresa de Ávila).